Mi salida de la semana consta en ir al supermercado; ansiado contacto con el mundo exterior.
Antes de entrar, en la vereda, asoma una nueva realidad: metros de distancia entre personas, barbijos y silencio de radio.
Una vez adentro, solo hay miradas entre góndolas y changos.
Ya no se ven bigotes, ni narices, arrugas, ni sonrisas.
Tampoco se ven vestimentas estridentes. Estar encerrados y entrecasa obligó a que los looks también se relajaran.
No hay niños correteando, ni charlas de vecinos, la fruta no se palpa porque sería transgredir.
Los tonos de voz son bajos, los gritos no existen.
Algo zen vibra en el aire.
Los celulares están guardados, el valor del silencio cobra protagonismo. Los changos no se chocan, la calma es más importante que la prisa.
“Algo está cambiando” pienso, y sonrío con los ojos.
¿Estaremos combatiendo otras pandemias? Juzgar por las apariencias, el culto desproporcionado a la belleza, la carrera sin sentido, el exceso de soberbia. ¿Estaremos descubriendo la importancia de lo interno?
Unos ojos parlantes me despiertan del trance y me hacen saber que ya puedo pasar por la caja 5.
Me despido con un gesto simpático y la idea de que vamos encontrando un mundo más franco.