Bajar a las napas es no quedarnos con lo primero que vemos y conocer la historia detrás de lo que se nos aparece. Es hacernos preguntas trascendentales de la vida para saber por qué vivimos como vivimos; asegurando que hay conciencia y elección y no que estamos viviendo como robots en modo off.
Lo mismo aplica con nuestras relaciones “íntimas”: ¿son íntimas? Con la pareja, familia, hijos y amigos, ¿conectamos de napa a napa?, ¿abrimos ese espacio para que alguien baje con nosotros?, ¿bajamos con paciencia y cuidado a las napas del otro? A veces es a través del dialogo, a veces es corporal, a veces es con gestos y sin palabras. El tema es ¿hay intimidad?
¿A mis emociones les doy cabida para que salgan a la luz y tomen un poco de sol o las tengo ahogadas en el fondo del mar?, ¿me quedo con el síntoma o bajo a bucear la raíz?, ¿me relaciono con mis emociones desde las napas o las ojeo cual revista de consultorio?
No se trata de vivir a flor de piel ni de sumergirnos permanentemente a veinte mil metros de profundidad porque sería agotador; pero sí de animárnosle un poco al agua. El agua nutre. El agua riega. El agua calma la sed. El agua ayuda a germinar y florecer.
Es cierto que a veces el agua inunda y ahoga y también es cierto que el agua, en las primeras capas, muchas veces puede estar turbia y empantanada. A veces bajar a las napas duele, porque la napa está contaminada. Encontramos escombros abandonados de la adolescencia, lastres olvidados que no queremos encarar, emociones que nos dan miedo transitar. Y entonces subimos al territorio calmo de la luz. Sin embargo, a veces la luz encandila y lejos de aclararnos nos ciega. Y a veces la oscuridad no es tan oscura y aclara.
Estoy convencida de que abajo y bien en el centro está el corazón.
Estoy convencida de que abajo y más profundo el agua es clara.
Estoy convencida de que más profundo aún hay paz.
¿En qué nivel de profundidad vivis?
¡Calzate el snorkel! Bajar a las napas vale la pena.
*Por María Freytes