Hace poco, de la mano de Myriam, vieja compañera de teatro devenida en amiga entrañable, me lancé a probar mi primera clase de Tai Chi.
Siempre me intrigaron esos grupos de personas que en medio de una plaza se mueven como cardumen, alternando posiciones del mítico Señor Miyagi (de la película Karate Kid), con posturas de garza y movimientos de viento. Durante mucho tiempo mire desde afuera. Ese día tuve la posibilidad de poner el cuerpo.
“¿De qué va el Tal Chi?, pregunté.
En una explicación casera y para novatos (para que pudiera entenderla) me explicó que el Tai Chi es un arte marcial que viene de China, comparable con el yoga hindú o tibetano y, para completar la idea, me dijo que lo imaginara como primo hermano de la meditación, pero en movimiento. Y que esos movimientos suaves y lentos que tanto me habían llamado la atención buscaban copiar el vaivén de la Naturaleza, reconociéndola como orden superior.
“Tai Chi es igual a natural, orgánico. Significa estar vivo y en armonía”, me dijo. Cuando tu cuerpo sintoniza con ese ritmo y te reconocés como parte de ese todo, nadás sin esfuerzo y sos pez en el cardumen. El Tai chi se basa en el principio de no forzar, wei wu wei, que significa “hacer sin hacer”, como hacen el sol y la luna todos los días para cederse el espacio sin competir.
Y allá estábamos las dos, moviéndonos al ritmo de los árboles, absorbiendo con la yema de los dedos la energía vital de la mañana, yendo con el peso a la izquierda para equilibrarlo lentamente hacia la derecha mientras hacíamos girar imaginariamente una esfera. Y en esa danza (que no es danza) y en ese baile (que no es baile) entramos en el ritmo del cosmos; sintiéndose perfecto. A veces suave, a veces intenso, a veces con fuerza y a veces dejándonos llevar, con la sola consigna de entregarnos a ese orden que manda.
Lo que me quedó en el cuerpo fue la sensación absoluta de fluir. Y como siempre me pasa, me cayó la ficha.
El Tai Chi venía a mostrarme de forma simbólica y poderosa lo que la mente se empeña en explicar de forma racional y aburrida: ¿La vida te fluye? ¿La vida te baila? ¿Hay vida en tu vida?
Me pareció perfecta la analogía de mirarme con los ojos del Tai Chi. Mirar mis días y mis relaciones, mis actividades y mis entornos: ¿Cómo giran mis esferas? ¿Fluyen? ¿Dónde me tenso? ¿Cómo me destrabo?
Porque en un sistema empeñado en alterar el orden natural de las cosas, está el Señor Miyagi invitándonos todos los días a entrar en el ritmo de la vida.
Que haya Tai Chi. Y, si no, que no haya nada.